Madrid, Opinión

La Europa de Gila

La noche del pasado 16 de octubre, Maria Ladenburger, de 19 años de edad, fue asesinada en la localidad de Friburgo, al sur de Alemania, cuando regresaba a su residencia universitaria tras asistir a una fiesta. La joven fue violada y posteriormente ahogada en un río, donde fue encontrado su cuerpo. La víctima era hija de un alto cargo de la Unión Europea y en su tiempo libre trabajaba como voluntaria ayudando a los refugiados. Se puede decir que ha caído víctima de «fuego amigo».

Se han conocido los detalles del suceso tras ser arrestado el pasado viernes un refugiado afgano de 17 años de edad. El asesino, un «menor no acompañado» según la jerga al uso, se ha declarado culpable de todos los cargos. La Policía alemana sospecha que el afgano es el autor de la violación y asesinato de otra mujer, Carolin Gruber, de 27 años, cometido tres semanas después de acabar con la vida de la joven María.

Las autoridades han reaccionado inmediatamente ante esta tragedia. El gobierno alemán ha advertido que vigilará los comentarios en las redes sociales que tengan connotaciones islamófobas. El buen pueblo alemán ya puede dormir tranquilo. Nos atrevemos a pronosticar que en esa tarea la Policía alemana tendrá más éxito que el que ha tenido en la prevención de tantas violaciones y asesinatos ocurridos a manos de los «refugiados» y otras hierbas similares.

Por su parte, la diputada Julia Klöckner, del partido de Ángela Merkel, ha recordado que «los alemanes son capaces de llevar a cabo crímenes tan terribles» como éste, que estas cosas las hacen «tanto nativos como extranjeros», y que «no estamos ante un fenómeno nuevo». Así que no hay que alarmarse ni indignarse más allá de lo estrictamente necesario. Sólo es un crimen machista más. La sociedad alemana puede, por lo tanto, volver a sus ocupaciones. Sólo le ha faltado añadir, retomando las palabras de su homóloga sueca Barbro Sörman, que de todas maneras ha sido mejor que la joven haya sido violada y asesinada por un inmigrante que por un compatriota. Sin duda esa circunstancia habrá sido un alivio para la joven alemana en el momento de rendir el último aliento en las heladas aguas del río.

En esta sucesión de insensateces y disparates propios de mentes desquiciadas y enfermas, sólo faltaba lo que no ha dejado de presentarse a la cita de tanta locura suicida y desvarío masoquista. El padre de la joven asesinada, Clemens Landerburger, ha pedido a quienes quieran honrar la memoria de su hija, que no envíen ramos de flores a su entierro, pero que en cambio ese dinero lo donen a las organizaciones que acogen a los «refugiados». (Le queda otra hija, que también realiza tareas humanitarias en Bolivia).

Resulta que este personaje es un funcionario de la dirección general de la Comisión Europea, un burócrata de Bruselas de alto nivel, que tuvo un destacado protagonismo en la elaboración de la constitución europea. Él fue uno de los que promovió la política de fronteras abiertas por las que entró el asesino. María participaba del buenísmo de su padre y era voluntaria en un centro de refugiados, dónde posiblemente conoció a su verdugo.

No nos extrañaría que en los próximos días nos enteremos que los padres de Maria Ladenburger han visitado al violador y asesino de su hija en la cárcel, le han llevado dátiles y pistachos, se han abrazado entre lágrimas y han pedido su liberación en nombre de la Justicia y los Derechos Humanos. Puede que lo adopten al final, cuando salga del hotel 4 estrellas (que no prisión) donde quedará alojado una temporada. No olvidemos que es un menor de edad. O eso pretende.

Quizás algunos nos acordamos de ese chiste de Gila, en su clásico papel de paleto de la España profunda, con su boina calada, contándonos las bromas de su pueblo. Una de sus clásicas anécdotas pueblerinas es la que le costó la vida al Indalecio, mozo algo palurdo y desconocedor de los adelantos de la vida moderna. Los parroquianos de la taberna le hacen creer que los cables de la luz, de alta tensión, son en realidad cuerdas para tender la ropa. El Indalecio se achicharra ante las risotadas del personal. En el entierro el padre de la víctima, con lágrimas (más de risa que de pena) le dice a los catetos detrás del féretro: «¡Qué cabrones que sois, me habéis matado al hijo, pero como me he reído, jajaja!». La España de Gila: una caricatura cómica de hechos grotescos, una parodia exagerada de los disparates de la vida del rústico ibérico.

En este caso, más que en la caricatura ya estamos en el desatino, y la cosa no tiene gracia. Más bien asusta y asquea. Así como el padre del Indalecio ponía por encima la alegría por la broma que le había costado la vida a su hijo a la pena que debía haber sentido por haberlo perdido, aquí asistimos al espectáculo grotesco de un padre reaccionando a la muerte horrible de su hija según el mismo patrón antinatural que el padre del Indalecio. En lugar de la ira, del deseo de venganza, del odio, unas palmaditas en las espaldas de los asesinos… «¡Gracias por proporcionarme la oportunidad de demostrar cuán bondadoso soy!».

«¡Me han matado la hija, ¡pero cómo me siento de noble y generoso, cómo me encuentro de bien, reconfortado por el convencimiento de mi altura moral!». Así como el padre del Indalecio se sentía bien por las risas, originadas en fallecimiento de su vástago, el padre de Maria se siente bien por el sentimiento de su solidaridad, nacido de la trágica desaparición de su hija.

La bruteza neardental de los patanes del humorista es aquí reemplazada por el buenísmo irracional de los europeos del tercer milenio.

Es la Europa de Gila: un mundo absurdo, extravagante, esperpéntico.

12 diciembre, 2016

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