Cultura y Ocio

El barómetro de la bravura

Uno de los elementos constitutivos de la fiesta, y vertebrador de la misma es el tercio de varas. Su languidez actual se debe en parte al desarrollo de la tauromaquia a lo largo de sus cientos de años de historia y en todo, a las exigencias y demandas del aficionado.

Barrunto que sin duda alguna, si se pregunta a mundano aficionado, este respondería que la fase de la lidia que necesita mayor corrección es el tercio de varas, que sufre desde hace décadas una progresiva degeneración y que presenta profundos efectos negativos sobre el lucimiento de las faenas, provoca una creciente desigualdad en la contienda entre toro y caballo, inclinando injustamente la balanza del lado del picador. Asimismo, probablemente exista consenso entre los entendidos en que urge un replanteamiento sobre el papel que el tercio de varas ha de jugar en la tauromaquia contemporánea.

Hace escasos días, escuchaba con regocijo y displicencia por la verdad de sus palabras, al Presidente de la UNPBE (Unión Nacional de Picadores y Banderilleros Españoles) que sostenía con meridiano entusiasmo la necesidad de rescatar y dignificar el tercio de varas. Explicaba de forma muy reveladora y al mismo tiempo avergonzante para el estamento taurino en España, como nuestros vecinos franceses han sabido blindar y otorgar un rol preeminente a esta suerte.

Pero claro, si queremos parecernos a Francia a este respecto y adoptar su erudición en la contienda entre toro y caballo, también debemos modificar, o si se prefiere, adaptar nuestra valoración crítica. Que el picador pise la raya en la pelea con el animal y sea abroncado por el respetable como si se tratara de un hereje o comentarios que todos hemos escuchado con fatuidad del tipo: “este no tiene ni idea, está tapando la salida al toro” no tienen cabida si otorgamos el crédito que merece la dificultosa tarea de lancear toros bravos.

Acudimos enojados al producto bastardo y espurio de una lidia reducida a la jurisdicción del trapo rojo. Sin tercio de varas, salvando pírricas excepciones como Madrid o Bilbao, con un tercio de banderillas arrebujado con matices de trámite más burocrático que estético, el precipicio nos impele inexorablemente a una muleta que si no resulta de extraordinaria calidad, belleza o emoción, nos conduce a una situación similar a la de contemplar Las Meninas pintadas con témpera.

Rompamos no una, sino cientos o miles de lanzas en favor de estos jinetes de la bravura, de la casta, de la acometividad. Si es lapidariamente cierto que sin toros no hay fiesta, sin varas no hay lidia, y sin lidia tampoco hay fiesta.

Pedro J. Yera Molino

Cronista taurino

13 enero, 2017

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