Ese cada vez más extraño lujo de la buena educación tiene oportunidad de ponerse de manifiesto en los comportamientos con respecto al tráfico rodado, cada día que pasa más improcedentes y así por más gente practicados.
A pesar de las duras sanciones cada vez también se respetan menos las señales y espacios reservados para discapacitados. La falta de consideración a los demás es casi una norma general; se ensordece al que circula por delante con prohibidos e impacientes bocinazos; se va buscando lugar de aparcamiento con desesperante lentitud y sin tener en cuenta para nada a los que por detrás se van apelotonando; la misma lentitud con que tantos se acercan a los semáforos abiertos, acelerando con mala uva para pasar tan solo ellos y poner a prueba la paciencia a retaguardia.
Y qué decir de los aparcamientos, lentos y repetitivos, sobre todo si se trata de mujeres -perdóneme el exceso feminista – hasta la desesperación de los que esperan.
Tanta exigencia como prolifera para el ejercicio de cualquier prestación, hay dos fundamentales para las que todo el mundo cree servir y que se terminan ejerciendo solo empeñándose en ello: ser padres y conducir. ¿No creen ustedes que debería existir norma para lo primero y ser más exigentes para lo segundo? La sociedad se libraría de tantos padres/madres insensatos e irresponsables y como consecuencia funestos progenitores y peores gorrones de todo su entorno; como se vería libre de tanto conductor/a torpe, principalmente por falta de práctica y miedo; esos/esas aferrados a los volantes como si de salvavidas se tratara.
La plaga de los malos taxistas, tan excesivamente numerosos y muchos mal preparados para ejercer su oficio, al menos en el sufrido Madrid, que, lejos de circular por su reservado carril, se dedican a ocupar todos, marchando con sus verdes lucecitas de «libre» desesperada y desconsideradamente despacio a la espera de cliente y reventando al conductor que si se motoriza es porque tiene prisa.
Por no hablar de los abusos de carga y descarga, fuera de sus áreas reservadas, en segunda fila e incluso cortando calles y a cualquier hora. Parece como si el trabajo lo justificase todo.
En ningún otro episodio de tráfico se pone más de manifiesto la buena o mala educación del individuo como en los pasos de cebra. Tantas cosas como la autoridad de trafico explica o recomienda, no tanto para evitar accidentes e incidentes como para satisfacer su furia recaudatoria, podría recordar a peatones y conductores que esos pasos son una señal de cortesía y no una obligación absoluta. Cierto que en ellos tiene preferencia el peatón, pero preferencia no significa imposición en toda circunstancia. Y hay muchas en las que el peatón puede y debe esperar, y no lanzarse a pasar sin mirar, como si de un semáforo se tratara, o charlando o entontecidos con el maldito móvil. Y nada digamos de la actitud del peatón, siempre pronto a increpar al conductor que no respeta el paso, e indiferente a agradecer que se le permita aunque la circunstancia le sea desfavorable.
Y para que molestarse en quejarse del afán retribuido multador de los agentes de movilidad y de estacionamiento regulado municipales, carentes de la menor consideración y confundiendo tantas veces la obligación perentoria de detenerse unos minutos en segunda fila, sin parar el motor, con los intermitentes puestos y el conductor dentro, con el sancionable estacionamiento prolongado en doble fila. Los malditos cochecitos fotografiadores y los motoristas de última hornada, empapelan y empapelan sin piedad a nuestros bolsillos, sin preguntar ni avisar a las víctimas.
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