Cuando Dios repartió el duende y la alegría entre los artistas, Pitingo estaba el primero de la fila. Cuando volvió para dar la voz y el alma, un gitano osado de trece años y negrísimo pelo largo volvió a colarse. El resto es cosa de las canas y el destino, de una sonrisa que no hay forma humana de borrarla ni contenerla. Y de un oficio imposible de sujetar, que se desparrama en el escenario y que termina bañando al público en un mar de sentidos que vienen y van, que suben y bajan, que emborrachan y que emocionan, y que se meten en el pecho para no salir.
José Tomás trasciende el toreo. Pitingo, en carne y hueso, hace eso mismo con el flamenco, con el soul y con la bulería. Ya no carga maletas en el aeropuerto de Barajas. Ahora carga con su arte auténtico, con su poesía honda, con sus tacones cercanos, con su mirada pícara, con su verbo adolescente y procaz que envuelve y cautiva.
Pitingo le lanza vivas a Madrid (“¡que es la corte!”). Y desde el patio de butacas se las devuelven acordándose de Ayamonte, de Sanlúcar de Barrameda, de Córdoba, de Jerez de la Frontera, de su padre pescador y de la madre que lo parió. Sólo los genios son capaces de arrebatarnos una parte de nosotros mismos, paradójicamente, haciéndonos sentir más grandes.
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