Madrid, Opinión

La máquina de guerra que convierte a sus adeptos más fanatizados en bombas humanas

No pasa un día ni una hora sin que una matanza perpetrada por islamistas deje de justificar nuestra irritación hacia el islam. Continuamente sabemos de atentados abortados a tiempo o de células terroristas islámicas desmanteladas en cualquier lugar de Europa, o incluso más allá, y esto anula todas las tentativas de los medios para minimizar la guerra que lleva a cabo el islamismo contra Occidente. El último asesinato se ha producido en Hamburgo. Dos adolescentes atacados por un islamista. Uno de ellos falleció en el hospital. El asesinado ha sido reivindicado por Estado Islámico.
El islam asusta y alimenta angustias y rechazos. Es como si la violencia fuera el primer pilar del islam. En lugar de apaciguar y pacificar el carácter de sus fieles, libera sus instintos, dándoles una legitimidad religiosa: «Las puertas de paraíso están a la sombra de la espada». Palabras de Mahoma.
El islam tiene la particularidad de absolver a sus fieles de todos sus crímenes motivados por su «activismo religoso». «Bienaventurados los que matan y se matan en nombre de Alá»: éste es el mensaje. Él sabrá premiarlos con 72 vírgenes en el Más Allá. Es imposible imaginar, en un contexto en que el asesinato es una obligación esencial para todo creyente, que la meta final del islam sea la de mutarse en religión pacifista y humana. Un largo reguero de sangre y destrucción de 1400 años hablan en contra de esa posibilidad.
Los islamistas quieren morir como mártires y no tienen en la boca más que llamadas al asesinato y esa histérica invocación de «¡Alá Akbar!», pesadilla de la humanidad, cada vez que se entregan a la barbarie. El mundo no quedará indefinidamente pasivo ante esta locura asesina. Hemos visto vídeos de canibales devoradores de corazones humanos, de criminales despiadados que filman asesinatos de niños para difundir las imágenes en Internet, para que el mundo sea testigo de su salvajismo. Pero a fuerza de jugar con la muerte, ésta acabará por alcanzarlos.
¡Ya basta de esta ideología racista, xenófoba, sanguinaria, imperialista, liberticida, asfixiante, que vuelve el aire irrespirable y pone en peligro nuestro porvenir como humanos! O el Islam renuncia a la violencia y a sus oscuros designios hegemónicos, se comporta como una religión como las demás y se compromete a parar su empresa destructora, o bien será un deber imperioso de la comunidad de naciones el poner fin a sus actos criminales. Es absolutamente necesario.
No es una opción, es un deber ineludible. En todo el mundo empieza a surgir la conciencia de unirse y trabajar contra esa empresa de conquista y dominio en nombre de Alá.
Debemos parar el avance del islam en Europa, porque en ello nos va la vida como entidad histórica, cultural y, en definitiva, civilizacional. Las naciones europeas deben exigir de las diferentes organizaciones de países islámicos que obliguen a sus Estados miembros a respetar la libertad de culto, a implantar la igualdad entre todos los seres humanos independientemente de su sexo, raza y religión, a despenalizar la blasfemia y la apostasía, a aplicar las convenciones internacionales para la protección de la dignidad humana y el derecho de la infancia.
No hay mayor escándalo que ver a los musulmanes invocar las leyes antirracistas en Occidente y comprobar cómo se niegan a aplicarlas en sus países a los no musulmanes y a otras categorías nacionales, religiosas o raciales, y prohíben la construcción de iglesias en tierras islámicas mientras imponen sus mezquitas en Europa. La llamada comunidad internacional se unió contra el ‘apartheid’ y lo puso en cuarentena, pero éste no era ni expansionista, ni proselitista, ni amenazaba al mundo. Por contra, esa comunidad internacional demuestra una gran cobardía y una indebida mansedumbre ante el islam, que es una ideología de conquista y de sometimiento, de esclavitud y de atraso.
31 octubre, 2016

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