He pensado a menudo, y desde mi convicción también reclamado, que al delincuente —llámesele infractor o criminal según apetezca— se le ha de castigar con pena y sin escatimar el pago. Como la pena de cárcel parece minorada por las condiciones de los establecimientos penitenciarios y eludible por primer delito, procedimientos nulos por fallos de instrucción,  por no alcanzar la pena el tiempo determinado para el ingreso en prisión, por amnistía o porque no hay manera de encerrar a quien se ha hecho acreedor de tal condena —ya me entienden los lectores—, el pago de una suma dineraria resulta una práctica efectiva para la disuasión y el resarcimiento por el perjuicio ocasionado.

Somos muchos los españoles convencidos de que lo más doloroso para quien toma lo que no le corresponde, sea cual fuere el medio empleado, es impedirle que lo disfrute como y cuando le venga en gana; es decir, obligándole a la devolución con, por ejemplo, intereses de demora.

Devolver lo cobrado indebidamente y lo indebidamente apropiado, sería reconfortante para el afectado público y privado, además de exigible según el dictado del sentido común.

Que reclame la Administración esas cantidades distraídas por malas artes e intención consumada, ayudaría en gran medida a la rehabilitación de la confianza de los administrados hacia quienes gobiernan y disponen. Y que la Fiscalía General del Estado y los Órganos judiciales actúen diligentes y premiosos para evitar nuevos fraudes, ocultaciones y prescripciones, llenaría de gozo a la ciudadanía en general.

En suma, castigo según el Código Penal al delincuente; y restitución de lo sustraído para que en ningún caso y bajo ningún concepto se obtenga beneficio a corto, medio o largo plazo, en primera y demás generaciones. Ni el tiempo ni un olvido impuesto pueden curar este mal; y es que como citaba Edgar Allan Poe: “El hombre es un animal que estafa, y no hay otro animal que estafe además del hombre”.   

@luz3400

Analista política y escritora