Así como el vértigo es la reacción humana ante la nada, el hastío lo es ante el todo. Entre ambas pulsiones, nos encontramos los hispanos en este julio recalentado de un Madrid donde no se mueve el aire. Mes que empezó en junio prematuro, en noche del 26, cerrando un parto engendrado en un diciembre preludio de Navidad. Se sellaba así, entre estaciones opuestas, otro episodio nacional.

De invierno a verano pues, en corriente de hojas que caían pesadas en sus urnas. Al final de toda esta vorágine, la sensación recurrente es vértigo o hastío. Comenzando desde arriba, vemos que nuestro fluido morado se calma, por fin, recluyéndose en la Complutense para pensarse a sí mismo. Nos explican, en formato de curso de verano, el vértigo de convertirse en ejército regular tras la efervescencia del heroísmo partisano. Más allá de estos muros, vemos al líder socialista disfrazado de guiri con gorra compartiendo daiquiri y vértigo de liderazgo con su chorba entre palmeras. Más cerca, desde la órbita naranja, el vértigo ciudadano sueña, en imaginario de pactos imposibles, cómo disminuir la sangría de gajos de la mandarina que caen de elección en elección.

Sin embargo, el único que obvia el vértigo, por sabiduría gallega, mayormente, es el presidente. En su método de prisa propia y carácter burócrata de registrador, fuma y lee en soportales de  Moncloa bajo un abanico de escaños con que gestiona el hastío de verano. Prepara ya las reuniones del puzle nacional cuyas piezas colocará con calma, esperando a lo de siempre: que el cosmos se vaya expandiendo a su gusto mientras el vértigo va aniquilando oponentes.

Entre medias de todo esto está el divino pueblo, que se larga por el asfalto huyendo de sí mismo y al que queda un «esplín», doméstico y asequible, que destila un aburrimiento atroz y que busca oasis entre desiertos con chiringuito.

@MIGUELMCMURPHY